Me considero una persona,
que ha pasado muchas horas de su vida, metafóricamente hablando, contemplando y
observando su propio ombligo; no es que lo observara implícitamente, tan solo,
es que tras un rato sentado sin hacer nada, mi cuerpo seguía estando en el
mismo lugar, pero yo no.
¡Qué películas mentales
montaba, cuando era pequeño y siendo adolescente!; ahora, las sigo montando,
pero intento llevarlas al terreno de lo real.
Mi padre, me preguntó un día,
si yo también era aficionado, (metafóricamente hablando), al cine: producción y
dirección de filmes mentales, personajes de un mundo real o ficticio, grandes
viajes sentado desde un sillón colocado en cualquier lugar y en cualquier
posición; le contesté que sí y esbozó una sonrisa.
Mi padre, empezó a practicar
yoga, cuando yo era muy pequeño, creo que fue alumno, del primer maestro que se
atrevió, tras la muerte del susodicho y el comienzo de la transición, a venir a
Málaga e impartir unos cursos; (no sé su nombre, ni lo recordaría; también he investigado
un poco y no encontré su nombre). Tras dos años, el maestro, les pidió a sus
alumnos (no sé si habría mujeres en esa época en estas cosas, era un país muy
machista (más aun)), que firmaran un documento, comprometiéndose a no enseñar a
nadie, ya que en aquella época, se consideraba que uno no estaba preparado para
la enseñanza del yoga si no había dedicado, prácticamente toda una vida a ello.
A mi padre, sus compañeros
de trabajo, vecinos y hasta mi madre y algunos familiares, lo apodaron en
aquella época de forma sarcástica “Sandocán” y no es porque se pareciera a él,
sino, porque asociaban la práctica del yoga de manera humorística a este
personaje de una conocida serie de la época; mi padre pasó toda su vida,
practicando yoga y jamás enseñó a nadie; tan solo se limitó a dar algunos
consejos; principalmente a mí, (el que generalmente va por libre).
Mi padre, llegó un día a
casa por la noche y me invitó por primera vez a realizar una meditación con él;
no recuerdo si tenía yo 6 o 7 años; puede que menos o quizás, alguno más; mi
madre al principio, estaba asustada (no le gustan las cosas que desconoce), yo
tenía la sensación de que iba a ser iniciado en algo mágico o de por el estilo;
entre en una habitación a oscuras y me senté junto a mí padre en la postura del
“loto”, me dio unas directrices y en aquel momento, inicie un camino, en el que
ya no habría marcha atrás ni líneas rectas, lleno de obstáculos y paradas; de
momentos, años de mayor intensidad, experiencias y necesidad de paz,
aburrimiento, sosiego, abandono, regreso; lo normal en estas lides.
Mi padre y mi madre, fueron
ambos muy listos, durante mi adolescencia (creo casi con total seguridad que la
decisión la tomó mi madre); recuerdo que un día llegué a casa pidiendo que me
dejaran practicar Artes Marciales, como el que pide la luna, por decir algo que
sabía que jamás me permitirían hacer; con atrevimiento y sabiendo de antemano
todas las razones que me iban a dar para que no lo hiciera, lo pregunté (tenía
13 años) y me dijeron que sí, sin esperas ni preguntas, como si me dieran un
vaso de agua y aun no he conseguido llenar del todo la laguna mental que me
dejaron aquella noche, con la respuesta.
Pasé desde los 13 años,
hasta los 19, practicando Artes Marciales diversas; iba todos los días y a
veces, salía de un Dojo y tenía el tiempo justo para ir a otro. Un buen día,
siendo educador, bastantes años después, comprendí el motivo por el cual, me
dieron permiso mis padres, para tal práctica; me habían apartado de la calle y
sus peligros; mientras estaba practicando en el Dojo, no estaba haciendo el
gamberrete con ninguna pandilla; mis vecinos/as, se metían en problemas, yo
hacía deporte. Este hecho, de haber practicado Artes Marciales, me hizo
decantarme más, (por familiaridad), hacia el ZEN que hacia el Yoga, por lo que
mi padre y yo, estávamos tocando la misma melodía, pero con diferentes
instrumentos.

Uno de los días de aquella época,
ya estamos hablando de mis 26 años, vi un documental, que aun hoy en día, tengo
grabado en una cinta VHS; se titulaba “El Mundo del Zen I y II”; y tocaba variados aspectos de este, entre
otros el del arte y el Zen y un maestro budista, cuando le preguntaron en
relación a los artistas y al zen o cualquier otra práctica de la meditación,
vino a decir, algo así, como que eran poco compatibles, una antítesis, dos
palabras antónimas, ya que uno te invita al desapego y el artista, vive
demasiado apegado a su creación; va buscando satisfacer su propio “Ego”. Yo me desilusioné
y me enfadé un poco, lo primero que pensé es “Ahí la has piciado maestro; eso
no puede ser verdad, no me viene bien ahora; no entiendo el por qué”. Muchos
artistas, son bastante dados a la espiritualidad y a la introspección, pero los
años, dieron la razón a aquel maestro; lo he visto muchas veces; la mayoría de
los artistas que conozco, tienen un gran “Ego” personal, que incluso sale por
las ventanas y es observable desde el espacio exterior, junto a la gran “Muralla
China” (aunque algunos dicen que esto último no es cierto), aunque quizás este “Ego”,
en algunos casos y con la edad, va disminuyendo.
Trato de entender e
interpretar de diferentes maneras el significado del “Ego”, que según el
diccionario es “La valoración excesiva de uno mismo”; creo, que el ego, también
podría tener que ver con un gran mundo interior; otra cosa sería el apego a la
propia obra creada; uno puede crear su propia obra para sí y destruirla sin que
nadie la vea o hacerla con carácter efímero, pero está el momento espectáculo
en el que te dan una palmadita en la espalda y te felicitan; pienso que a
veces, el “Ego”, puede ser una búsqueda intensiva de una solución a una falta
de autoestima y a veces, “Ego”, se deforma y transforma en una especie de
terapia maldita para los que sufren sus consecuencias, generalmente los más
allegados al artista. A veces, el “ego”, simplemente se transforma como
palabra, generalmente en “SALARIUM”; ya sabéis que antiguamente se pagaba a las
tropas en los ejércitos de la antigüedad con sal (muy valiosa) y que te
permitía el “Trueque” por otros objetos básicos para tu día a día.
El salarium o salario, hoy
en día el “Dinero” en cualquiera de sus modalidades, paga y reconforta al “Ego”,
más que los alimentos al hambre o el agua a la sed; yo creo una obra artística,
tu alimentas mi “Ego”, o bien me pagas un “Salario”, alimentando doblemente mi “Ego”
o hacemos un “Trueque”; yo creo arte, y me das algo por él.
Mención aparte, está el
hecho de que dos o tres “Egos” despampanantes y desorbitantes, se unan en una
conversación; eso merece un relato independiente.
Todo el mundo tiene una
doble intención y si no es así, mejor no decirlo, porque estás demostrando bien
que eres tonto y aun no te has dado cuenta de que vas buscando otra cosa más,
pero aun no sabes que nombre ponerle, o eres un infiltrado peligroso. Ofrecer algo
gratis, tu creación, tu trabajo o tu buena voluntad, tiene a toda la población
mundial en guardia, esperando por tu parte, una puñalada traicionera por la
espalda, así que te miran y te observan con ojos de desconfianza y esto es algo
que se entiende, porque la mayoría de las veces ocurre, aunque no siempre;
demos algún margen al desinterés.
Todo el mundo busca algo,
generalmente se te acercan con una de las famosas máscaras de las que ya hable
en otro artículo (o como se llame esto que hago); con el tiempo, generalmente
un año, cae la máscara y aparecen las palabras: Ego, salario, dinero, trueque;
todo esto es lícito, menos la máscara; pienso que es mejor ir directamente y
presentarse con una tarjeta de visita que diga “Ofrezco esto y pido aquello”;
todo es más sencillo y las relaciones personales, se hacen más sinceras y de
paso, cuando alguien se nos acerque y nos diga “Ofrezco esto, no quiero nada”;
nos ahorraremos muchísimas horas de calentamiento cerebral, insomnio y contratar
a un detective privado o chismorreo paralelo.
Ni todas las personas salen “Rana”
ni es necesario darle un beso a esta, para que se conviertan en “Príncipe”.
Cansado del Ego, del
trueque, del salario y del dinero.
Creo que había un famoso “Cantaó
de Flamenco” que decía, cuando le ofrecían algo que no le cuadraba del todo: “Yo
soy dueño de mi propia hambre”.
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