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Como una Montaña Rusa


Recuerdo en mi niñez, cuando salíamos de paseo en familia,  había veces que mi hermano y yo, no teníamos ni idea de cuál sería nuestro destino. Había dos opciones cuando nos íbamos de aventura: podíamos ir hacia la izquierda por la antigua carretera de Cádiz al salir de casa, o hacia la derecha, por la misma carretera.
El recorrido habitual, si el camino escogido era el de la izquierda, era algo más allá de “La barriada del Palo” y ahí surgían dos posibilidades: El restaurante “Casa Pedro” o el “Tintero”, lo cual quería decir que en el camino de vuelta, pararíamos en la famosa heladería “Lauri” y luego iríamos al cine o a veces, cuando

mi olfato, captaba un cierto nivel de humedad en el ambiente; no era época de feria en Málaga, pero, si pasábamos del Rincón de la Victoria y después la Fabrica de la Araña y además, veíamos una leve sonrisilla “socarrona” de mi padre, que se entreveía reflejada por el retrovisor del coche y a mi madre mirando el monedero y poniendo caras raras, ya sabíamos que íbamos a la feria; soy muy malo para los nombres, así que no me preguntéis de que localidad, (era pequeño); es como si al pasar dejando a la izquierda la Fabrica de la Araña, diéramos un salto dimensional y atemporal, tras el cual, todo se llenaba de luces de colores.

Volviendo al inicio; situémonos nuevamente en la carretera de Cádiz, esta vez, tenemos la opción de la derecha. La opción de la derecha, salvo que lleváramos el bañador puesto, una neverita de playa, sombrilla y otros enseres, tenía poco margen para la confusión; por la antigua carretera de Cádiz, siguiendo religiosa y pacientemente la infinita caravana de vehículos recalentados de la época: el SEAT 600, el 127, el 124, el Simca 1000, Renault 4L, 12…; el SEAT 850  de color ámbar con líneas de color negro y asientos de eskay de color burdeos de mi padre, se iba recalentando también poco a poco.

Pasando de Torremolinos, se veía venir, (se veía venir nuevamente); ¿pasaríamos de largo? o ¡nos dirigiríamos allí!; de pronto, mi padre giraba a la derecha y terminábamos en el “Tívoli”, o para ser más exactos en “Tívoli World”.

A veces, la más pequeña de las hermanas de mi madre, que veraneaba con nosotros, nos acompañaba. Lo primero que nos llamaba la atención al entrar en el “Tívoli” y subir la cuesta, era aquel “Barco de Vapor” asentado sobre cemento con una noria para el agua, tipo a aquellos barcos que acompañaban en el tiempo, las aventuras de “Tom Sawyer”; por cierto, nunca conseguimos que mi madre cenara o almorzara en el restaurante chino que había dentro y aun hoy en día, no lo ha hecho jamás, ni en ese, ni en ningún otro (manías); tal vez es por eso, por lo que cuando al entrar en plena adolescencia, lo primero que hice fue ir con mi pandilla a cenar en uno; el misterio de las estanterías más altas.

Lo segundo que te llamaba la atención en aquella época en este parque de atracciones, era la Montaña Rusa; todo un desafío que requirió de varias visitas, para que mi madre cediera por fin y accediera a que yo me montara en ella; primero fueron mi padre y mi tía (creo recordar que a alguien no le gustó mucho); después, mi padre y yo.

Lo que más me llamo la atención de esta atracción, es oír el rechinar de los raíles, pero no mucho más, creo que por aquel entonces, ya era vieja, tal vez, la compraron de 2ª mano; para mí, aquel mito, tan solo supuso la sensación un tanto emocionante en el lento ascenso al punto más alto de la misma, donde hay una pequeña meseta y luego, tras  observar durante un breve instante de tiempo el vacío que se enfrentaba a ti de manera amenazante y los minúsculos objetos y personitas que se veían al fondo, caer; hoy sigue allí, y es ¡la misma!.
Ese efecto de Montaña Rusa, lo he sentido muchas veces a lo largo de mi vida; por ejemplo, cuando te van dando una buena noticia y estás delicado de salud, o una sorpresa.
Generalmente, las malas noticias, son siempre del tipo “Montaña Rusa”, es decir, poco a poco y de manera sutil, para que la vayas asumiendo, es algo parecido, a esa lenta y desesperante subida al punto más alto de la “Montaña Rusa”; cuando estás en la meseta, crees que ya ha terminado todo y te adaptas a las circunstancias durante ese breve y eterno segundo, en  que el carricoche, se queda quieto antes de caer, pero en lugar de caer hacia el frente y pasar el trago de una vez, vuelves a caer rápidamente pero esta vez hacia atrás; parece que algo ha fallado, pero está totalmente calculado y nuevamente comienzas el lento ascenso, con pequeñas sutilezas, pero esta vez, te están dirigiendo hacia un pico algo más alto que el anterior y el proceso se repite y en lugar de avanzar, te precipitas nuevamente hacia atrás, para iniciar de nuevo y alcanzar nueva y lentamente una cúspide cada vez más alta.
La mayoría de las palabras que se utilizan durante el ascenso acaban en “ita o en ito”: una manchita, una naranjita, pequeñita, chiquito, como una manzanita, un tumorcito. Cada vez que se pronuncian, las palabras que terminan en “ita o en ito”, tienes un breve pero eterno segundo para asumir en esa metafórica meseta, aceptar y optar por una aptitud defensivo-ofensiva; todo tiene solución, (siempre los traes de vuelta); el proceso continua según la normativa sicológico-teórico-práctica, pero francamente, cuando por fin sueltan el carricoche y caes al vacío, esta vez hacia adelante, ya da lo mismo que este continúe por el carril y llegue hasta su destino, o que te dejen caer directamente arrastrado por la gravedad a 9,8m/s2 y te estampes contra el suelo; te han deshecho emocionalmente y ni siquiera estás preparado para soltar la noticia y tomar las decisiones pertinentes, asumiendo responsabilidades y emulando el proceso de la creación; decidiendo sobre la vida misma o la muerte de otra persona; un ser querido. Los mensajeros mismos tienen miedo, son seres humanos, tan solo te responden cuando ya has decidido y se derrumban igual que tú.
No me gustan las Montañas Rusas, prefiero la caída libre, bien utilizando un paracaídas, bien una cuerda semi-elástica para hacer puenting; saber lo que está pasando desde el primer momento, tan solo tengo que asumir las cosas una vez y buscar una solución o aceptarlas cuando ya han ocurrido.

Dediqué varios años de mi vida de manera más o menos creativa, a deshacer y derribar aquella “Montaña Rusa” Emocional; otros cuantos años en esperar a que otros dos de los ocupantes de aquel SEAT 850, se recuperaran; luego yo, con otro modelo de vehículo, me senté en el asiento del conductor, aunque yo no tengo esa capacidad de generar en mi rostro esa pequeña sonrisa “socarrona”; sigo pasando semanalmente por el “Tívoli World” y a veces, por el espacio que ocupaba “Casa Pedro”; el “Tintero” sigue en el mismo lugar, la feria dejo de existir, el cine, está ocupado ahora por varios locales comerciales y la heladería, creo que sigue en el mismo sitio, pero sobre todo, no puedo evitar girar la cabeza hacia la 4ª planta de aquel edifico, cuyo ascensor, actuando a modo de Montaña Rusa, no paraba de subir y bajar de manera continuada a lo largo del día; subidas cargadas de esperanza y de miedo, bajadas, con unas zapatillas en la mano, algunas revistas, una ligera prenda de abrigo y poco más, viendo como por el otro ascensor, dos personas, bajaban aquella sonrisa “socarrona de chaval” de mi padre, que tantas veces vi por el retrovisor del 850 (el ocho y medio), pero esta vez con la cara tapada.
Siempre me ha gustado decir las cosas de una sola vez, a veces me han tachado de brusco u osco, pero amigos/as, no me gusta jugar con las ilusiones y emociones de la gente ni hacer sufrir innecesariamente, aun a riesgo de caer mal, se hace sufrir menos a los demás, aunque luego te lleves a la cama el remordimiento; le has dado “un corte” a alguien (de manera calculada), o como aquello que dicen de las mentiras “un corte piadoso”, pero al día siguiente, cuando la persona supere el odio que le has provocado, se olvidará rápidamente de ti y del problema y no sufrirá más.
Las medias tintas existen y generalmente son buenas, como auto-medicamento; me refiero a que entre el blanco y el negro, siempre hay otro color (el camino medio), pero cuando vienen de fuera, a mí al menos, me provocan una lenta y angustiosa agonía de esperanza y desesperanza; un juego que a mucha gente le fascina o simple y llanamente lo hacen con buena intención.

Tal vez, deberíamos llevar escrito en la cara un tatuaje, los que preferimos un buen jarro de agua fría y helada de golpe y los que prefieren 15 o 20 barreños con el agua a diferente temperatura, cada vez más tibia, para terminar con el agua helada, otro escrito tatuado en la frente.

Es por eso, por lo que me gusta ser escultor y no elegí el oficio de pintor; la escultura, se presta y te facilita los medios, para lanzar al viento un sonoro y expresivo grito, más o menos comunicativo, (ya dependerá de la persona), con mayor facilidad, aunque también te permite el susurro y la sutileza; la pintura en cambio, se presta más a lo sutil y al susurro, aunque de las manos de un verdadero maestro, puede provocar una verdadera explosión.    

Mis obras son como yo, tienen un fuerte carácter exterior, tal vez intimidan al primer y segundo contacto, aunque si observamos algunas de las  sutilezas que se escapan desde el interior,  envolviendo la obra también por el exterior, observaréis un pequeño y brillante carricoche y si os montáis en él,  tal vez, podáis ver lo que ocurre dentro y traspasar el vacío para ver lo que sucede al otro lado.

El fuego, las incinera y estas transmutan su composición, para convertirse en algo duradero y visible, para el viajero del tiempo que quiera dedicar un breve pero eterno segundo en esa metafórica meseta antes de caer.

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